Sobre la estupidez de la inteligencia

(Académica)

Samanta Fink
6 min readDec 30, 2022

Siento que perdí la capacidad de escribir. Empecé a poder escribir cuando estudiaba en la facultad, era necesario para mi desarrollo profesional porque no se puede ser antropólogo sin escribir una etnografía, que es el género literario de la antropología. La escritura es un hacer que es parte del proceso de producción del conocimiento. En ese momento no pensaba en escribir, lo hacía automáticamente, respetando las reglas de la escritura académica. Lo más aburrido del mundo pero útil para poder decir con fidelidad.

Fue a partir de un ex que estudiaba Letras en mi misma facultad que adopté la escritura de narrativa de ficción, y no era que el me inspirara sino que como era un perfecto inútil para todo lo demás (no sabía ni cambiar un foquito) pensé: “si él puede, entonces yo puedo”. Y me animé. Escribí una novela que dejé sin terminar y en el proceso fui descubriendo mi voz, mi tono, que me gustaba escribir con humor sin depreciar el peso de lo trágico, que podía transmitir profundidad y simpleza. Ahí me di cuenta que también podía escribir. O al menos intentarlo.

La separación de ese ex fue por demás traumática. Mi padre había muerto hacía unos meses y yo era un cuerpo que contenía la tristeza más profunda. Ese ex se empeñó en lastimarme de múltiples formas en mi momento más vulnerable, un consumado artista de la manipulación. En eso él y su familia eran un clan experto.

Lloraba casi todo el tiempo. En el súper, en la calle, en el colectivo, por la mañana, al mediodía, y por la noche hasta que de alguna manera me dormía. Me daba terror dormir porque los sueños son impredecibles y pueden ser muy claros y honestos con lo que se siente y ya no podía soportar vivir así. En los sueños no hay ficción por más que parezca que sí.

En ese momento que duró años dejé de escribir y dejé la facultad. No podía, cuando todavía no se puede entender o poner palabras a algo tan contundente como la muerte, no se pueden usar las palabras para otras actividades más lúdicas o prescindibles para la vida en términos biológicos. Estudiar es una actividad suntuaria, cuando se trata de sobrevivir se hace lo que hay que hacer para sostener la vida y en mi caso eso fue trabajar. Trabajar, comer, bañarme, y dormir. Sobrevivir.

Fue así como con la muerte de mi padre murió mi yo intelectual, “con la muerte de mi padre murió mi inteligencia” me lamenté en análisis. Porque la inteligencia es lo que la Academia dice que es en función de cuán eficiente se es en su reproducción institucional porque el conocimiento es válido solo en forma de tesis redactadas en lenguaje académico con referencias de autoridad bajo normas APA de citado.

Claro, en antropología simbólica leemos El pensamiento salvaje de Lévi-Strauss y en didáctica general leemos a toda clase de pedagogos de la talla de Piaget, Freire, Rancière que nos dicen que la forma académica-universitaria no es la única ni la más efectiva en el proceso de aprendizaje en lo que es la representación y transmisión del mundo que habitamos y los saberes que producimos.

Pero soy una estúpida que no sabe escribir y a nadie le importa lo que tengo para decir, porque no me recibí y por ende no tengo un documento que certifica que sé de antropología sociocultural y estoy calificada para ejercer la profesión, aunque por un lado, el colegio de antropología no consigue regular el ejercicio de la práctica etnográfica mediante el matriculado profesional, y porque (y también en parte) no tiene sentido. La antropología es una ciencia tan humanística que implica una mirada y esto no es manipulable por los mecanismos crueles de la prescripción efectista y la voz de la razón. Mucho menos por el narcisismo y la pedantería de quienes creen detentar el “superpoder” intelectual de decir la verdad (algo que en antropología no se busca porque se entiende que no existe algo tan monista y absoluto, va en contra del Relativismo y la corriente interpretativa, más aún, va en contra de la Lingüística, la Semiología y toda la razón de ser de las disciplinas humanísticas y sociales en su conjunto).

Se puede ser antropólogo mirando desde esa posición relativista, deconstructivista, siendo consciente de los límites y alcances de las interpretaciones (que son múltiples y cambiantes), de la implicación subjetiva en la elección de un sujeto-objeto de estudio y la consecuente claridad de que las metodologías también son ideológicas.

Mirar como antropólogo se parece a mirar como un niño que quiere entender. Porque no quieren saber, eso viene mucho después de entender. Los chicos intuyen que no importa saber, a priori, lo que importa es descubrir por qué pasa lo que pasa y cuando preguntan de manera insistente “¿por qué?” van tejiendo una trama de informaciones que dentro de un tiempo, a veces mucho y a veces menos, sirve para hacerse una idea de algo.

El saber implica una certeza, y la certeza tiene la soberbia como raíz. Los chicos no son soberbios, los chicos quieren entender para asombrarse mejor y contarle a los compañeritos lo que descubrieron y emocionarse compartiendo interpretaciones, no para tener razón.

Tener razón es lo que hace aburrido al sujeto académico que mira con ojos escépticos y con aires de superación, porque esa es la pose del que cree que ya sabe mucho. Que alcanzó una madurez del saber. Sin embargo, cuando la fruta está madura quiere decir que está lista para caer y empezar inmediatamente su proceso de descomposición. Por eso la institución académica es rancia, porque lo que tiene por aspiracional es la podredumbre, la misma que encuentran las tesis inertes archivadas en la biblioteca de la facultad, juntando polvo, siendo leídas por las mismas tres personas de siempre, encerradas en muros de un edificio que transitan personas que en busca del prestigio que otorga “tener razón” en la comunidad académica. Son capaces de montar una compleja trama de envidias, trampas, y politiquería que nada tiene que ver con la política noble de la calle. La del pueblo.

Porque si algo no es el pueblo es la élite académica. Al pueblo tampoco le interesa tener razón pero no por eso renuncia a querer entender, y la Academia no colabora con esto con su lenguaje técnico y su praxis distante de la fábrica.

Una de las más grandes críticas que me hicieron cuando empecé a trabajar aplicando investigación etnográfica al diseño e innovación es que me comunicaba en un lenguaje inaccesible para diseñadores, desarrolladores, y otros compañeros de otras disciplinas. Me dolió cómo me lo dijeron porque, también hay que decir que quien se quedó fuera del mundo académico, sea por elección o limitaciones, guarda un resentimiento hacia quienes sí pudieron. Pero eso no quiere decir que para trabajar en equipos multidisciplinarios haya que ajustar el modo de comunicarse para que todos entiendan. Para hacer primero hay que entender, y luego, quizá después de varios intentos fallidos se puede saber algo.

Así es como dejé de ser intelectual, concentrándome más en simplificar y en comunicar de manera accionable la complejidad que me iba encontrando para que otros hagan algo tangible con eso.

Trabajando fue como dejé de ser inteligente. Empecé por el trabajo del duelo de mi padre, continué con el trabajo para mi subsistencia económica que continúa aún hoy y convive con el trabajo de inmigración que desde hace más de tres años ejerzo en Madrid.

Si tengo una certeza es esta: que ya no soy inteligente, que lo que busco es no perder la capacidad de asombro (como se la preguntaba Esteban Krotz) que intento preservar como la ternura, para no perder la esperanza humilde que guardo escondida en mi corazón como cantaba Gardel. Que sobrevivir y llevar una vida adelante es hacer lo que se puede y no lo que se sabe, muchísimo menos a ciencia cierta.

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Samanta Fink

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