Ser inmigrante también es:

Un recorrido por algunos mis recordatorios de la extranjería

Samanta Fink
5 min readDec 8, 2020

Extranjería. No es un término mío, es el que “se me pegó” de tanto lidiar con oficinas de la administración pública en Madrid. Yo no hablo así, en todo caso digo inmigración. Noto una diferencia entre el “in” y el “ex”, entre la intención que hay en invitar (adentro) o expulsar (afuera). Además, en “inmigración” pareciera haber un halo de responsabilidad, ya que es un término más grande que abarca problemáticas, situaciones, políticas, etc. Mientras que “extranjería” es muy del otro: es un problema del otro ser extranjero, quienes lo reciben no tienen nada que ver con su condición de extraño.

Entonces no hablo de extranjería porque me extirpa algo de mi humanidad, me convierte en una cosa que no tiene que ver con quién soy ni con mi historia, menos aún con el afecto. O al menos no con un afecto alegre, potenciador. Por eso estoy triste. Porque no me dejan ser como soy y, sin embargo, varios locales ya me dijeron (real):

“Pero sos argentina y blanca. No es que venís de la región subsahariana de África o, sin ir tan lejos, dentro de lo que es latinoamérica, tampoco sos peruana o venezolana.”

Traducción: me tengo que sentir *agradecida* por no ser (y acá se vienen varias capas de una complejidad mayor) 1. “tan” inmigrante; 2. “demasiado” latina; 3. negra; 4. pobre; 5. por venir sin laburo; 6. o en condiciones de refugiada.

Gracias coyuntura política del 1930 en Europa del Este por permitir que mi abuelo, Towya “Teodoro” Fink, emigrara a Argentina escapando de Polonia luego que los pogromos acribillaran a su mamá y sus nueve hermanes. Gracias por que Towya haya conocido en Argentina a Amalia Liber, hija de polaco-alemanes también exiliados en el país por la persecución al pueblo judío y que esos genes de Europa del Este me hicieran lo aceptablemente blanca como para pasar Migraciones sin ser sujeto de sospecha. Porque pasa, se siente. Es el primer filtro que se siente: cuando pasás el pasaporte en el control de migraciones. El mío tiene un nombre “extranjerizante”, como me dijo una vez un compañero de la facultad: “Tu nombre se adapta bien a lo internacional, tiene incluso un potencial extranjerizante, Samanta Fink no es María López”.

Entonces:

  • Blanca (pero judía, todo no se puede)
  • De nombre “extranjerizante” o que se adapta bien internacionalmente
  • Argentina en España (que no es tan grave como ser de otra nacionalidad latinoamericana)

Parece que la saqué barata pero el precio que se paga cuando un_ es inmigrante no es uno solo y no son precios bajos. Esto te lo recuerda algo tan sencillo como la interacción con las dependencias públicas a la hora de hacer trámites que deberían ser muy sencillos y, que cuando el funcionario público oye mi acento argentino, los complica o presta más atención a detalles que para por alto a diario en otros casos. Cuando escribo esto pienso “ay, qué paranoica” pero esa es una violencia que traigo introyectada proveniente de una voz ajena, enunciada por otr_s que no están en mi lugar ni conocen mi historia.

El precio que se paga es el de la resignación ante la deshumanización que implica el rechazo por ser una otra, de otro lugar, con otra identidad. “Eso es ser inmigrante” me recuerda mi analista (y lo recuerdo porque no es nuevo esto para mí). Pero no es lo mismo ser inmigrante en Israel, por ejemplo, que en España, como parte de Europa. En Israel la recepción de inmigrantes (judí_s) está tan bien orquestada y es tan receptiva que es como si te recibiera tu abuela con los brazos abiertos en la calidez de su hogar con olorcito a merienda recién hecha. En Migraciones, recuerdo que lo primero que hicieron cuando llegué fue saludarme, preguntarme cómo estaba, darme comida y 50 shekalim. Es cierto que no era lo mismo tampoco ver a mi familia esperándome en el aeropuerto de Ben Gurion en Tel Aviv que llegar completamente sola al aeropuerto de Barajas, Madrid.

Llegar a España fue llegar a tierra de nadie. Me fueron a buscar al aeropuerto dos compañeras de trabajo que eran completas desconocidas para mí y lo que sentí como un gestazo fue que se preocuparan en ir a buscarme en auto para ayudarme con las valijas. Sin embargo, qué fuerte la soledad. Y eso que cuando hablo me entienden y puedo entender (salvo algunas excepciones). Qué fuerte ser argentina en España. Y qué fuerte ser judía en España. Otro recuerdo del destierro.

Es que hay solo dos lugares en el mundo donde no me piden explicaciones ni me miran con lupa: Argentina e Israel. Ahí soy y listo. Claro que son países cada uno con su Estado y todo lo que eso conlleva, pero es donde no soy y/o no me hacen sentir tan extraña.

Pero, ¿si soy argentina en España, no debería ser tan drástica la extranjeridad, o si? ¿Qué sentirán otr_s argentin_s que llegan a lugares como Holanda, Alemania, Inglaterra, Dinamarca, por ejemplo?

Mi amiga Stephanie, que también es argentina y vivió unos años en Amsterdam y hace poco se mudó a Londres, me dijo recientemente que le hicieron notar la diferencia entre lo que es ser un expat y un inmigrante en Europa. Parece que acá (en Europa) distinguen entre la calidad de extranjero que sos de acuerdo a tu situación social: si sos un expatriad_ significa que llegaste contratad_ por una empresa local y sos un trabajador_ altamente calificad_ o algo del estilo y que aspira a tener una mejor calidad de vida. Pero inmigrante es algo más cercano a un refugiad_ pero menos extremo, es alguien que llega por necesidad acuciante porque en su país no tiene manera de conseguir trabajo o está sujeto a otras y diversas situaciones de precariedad. En síntesis, ser expat es cool y ser inmigrante no.

Esto expresa que esta diferencia está naturalizada en el imaginario europeo sobre la inmigración.

Demás está decir que le digan como le digan, ser inmigrante es un lugar muy solitario y problemático para tod_s aquell_s que son parte de esa identidad porque es el ejemplo más patente de lo que implica la alteridad, un sujeto cuya de identidad está constituida y es hablada y formulada por el sujeto mismo y por quienes le reciben, le acogen, le rechazan, le expulsan, pero siempre le categorizan, le nombran, le ubican, y protocolizan. Y esos procesos son violentos siempre y en tanto al sujeto le priven de su voz, de su posibilidad de elegir y de expresar su sentir.

Como si el trabajo de sobrevivir socialmente y re-construir un mundo vincular y de rutinas en un lugar nuevo no fuera lo suficientemente difícil. No voy a hablar de empatía porque tal cosa no existe, y el sujeto migratorio es una living proof de ello.

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Samanta Fink

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