La tercera

O un mini relato revisionista de mi historia migratoria

Samanta Fink
7 min readMar 15, 2020

Advertencia a l_s lector_s: este texto es catártico y escrito en el contexto de la cuarentena que me toca vivir en Madrid, en el que hablo de mis experiencias personales como migrante y lo que ello pone a prueba. Puede que no les interese ya que no hablo de UX, ni de user research, o afines. O tal vez sí, porque detrás de todo trabajador hay una persona con su historia, identidad, pensamientos, y sentimientos atravesada por vivencias.

La tercera alude a la que está siendo mi tercera migración. La primera fue en 1990/91 a Toronto, Canadá, a mis tiernos 8 años. Y la segunda fue a Kfar Saba, Israel, en Enero del 2002, a mis también tiernos 18.

Hoy, 17 de marzo del 2020, hace exactamente un mes que llegué a Madrid. Vuelo directo desde Buenos Aires, no recuerdo mucho, solo los chillidos interminables de un niño que no paraba de proferir algo como “a casa, mamá, a casaaa” entre llantos. No dormía el niño, ni yo, ni los otros pasajeros. 12 horas duró el vuelo.

“A casa” reclamaba el niño. Y yo que me iba de casa hacia un lugar donde no tenía una, donde tendría que volver a hacerla, casi de cero. Sola. O conmigo misma como principal recurso. Había tomado esa decisión hacía años, “un día, tarde o temprano, me voy a vivir a otro país y voy a conocer gente nueva y de otras culturas y a hacer mi vida allá”. Algo conté al respecto, muuuy someramente, sobre mis experiencias viviendo en Canadá e Israel acá.

O Canadaaa.

En un principio iba a ser Canadá, de lo flashada que quedé a los 8 años cuando viví en Toronto, ¡cómo idealizaba ese lugar! Luego, un día, ya de grande, se me hizo demasiado blanco, demasiado inocentón (no sé si cabría un naive), demasiado polite, demasiado *bruto eructo* y un oops! Ya no era un lugar donde me viera viviendo. Algo de lo latino — de lo que no me puedo enajenar — estaba ausente.

Cuando pronuncies Berlín, sonrreí.

Coqueteé con Berlín, haciendo un llamado a la contradicción de la “necesidad latina”, fui solo unos días en dos ocasiones distintas, de vacaciones y luego a una entrevista de trabajo, pero en un ejercicio de escuchar mi gut-feeling, mi corazonada. Ese lugar de lo irracional-sentimental que a veces modero en pos de la emergencia de la razón/racionalidad. Y me sorprendió que esa ciudad donde pasé mucho frío y todo era en gris, blanco, negro, y a veces algún que otro color chillón, donde sonaban sílabas entrecortadas y muchas pero muchas consonantes juntas, kraftwerkeando una lengua… Y sin embargo me las apañaba con los Hallo, wie gehts? Danke schön, eine hasse schokolade, bitte, Ich spreche Deutsche nicht, etc. Quizá podría vivir allí, quizá algo de mi Fink haya allí. 3/4 de Europa del Este y 1/4 de Medio Oriente, según mi ascendencia. No sería fácil, eso lo tenía por seguro. Pero lo que en apariencia se presenta como contradicción no es más ni menos que la historia migratoria de mi familia de judíos exiliados en la diáspora.

¡Enhorabuena! Bienvenida a Madrid.

Y acá sí que hubo judíos, que también expulsaron. (¿Será este un retorno?)

Como decía, llegué hace un mes. En este mes y pico, en orden más o menos cronológico:

  • Comuniqué a mi familia y seres queridos la oportunidad de venir a trabajar y vivir en España. Madrid, más concretamente. Empezaban las despedidas.
  • Desarmé la que fue mi casa en los últimos 5 años en Buenos Aires.
  • Dejé una relación de pareja, a pesar del amor.
  • Tuve que lidiar con el estrés pre-viaje, que fue poderoso.
  • Al llegar a Madrid, no entendía de los tiempos y a mi cuerpo le tomó más de dos semanas reacomodar mi bioritmo. De mi psiquis me ocupo yo y mi analista que me va acompañando, pero que se tomó dos semanas de vacaciones desde la siguiente semana que llegué. Un genio igual el tipo.
  • Pasé de vivir sola en Buenos Aires a convivir con una compañera de piso en Madrid. Nos llevamos re bien por suerte, pero alto cambio también.
  • A la semana de haber llegado y “desensillado” en el departamento, nos mudaron con solo tres días de aviso. A un lugar más chico, más lejos. Y sin poder elegir.
  • Continué con el estrés post-viaje. Ya era mucho, y producto de ello, me inmunodeprimí. Tuve una infección que me tomó casi 20 días de antibióticos sanar. Y así fue como incursioné en el sistema de salud local, pero gracias a la cautela que tuve de contratar un seguro de asistencia al viajero, que con su burocracia y letra chica me bicicleteó igual.
  • Ya 0km de salud. La novedad que nos tiene a todos respirando cortito: el coronavirus es declarado pandemia y Europa es el nuevo epicentro del mal. El estado de situación actual en España es este y desde ayer rige el estado de alerta. Todos en cuarentena por al menos 15 días, en principio. Y con la incertidumbre que nos atraviesa a todos en el mundo estos días.

Hay más bullets que agregar a lo que viene siendo mi llegada a Madrid, pero no todo tiene que ser público y pues ¡qué va! como dicen acá. Me lo reservo.

Alta bienvenida.

Pero, ¿qué parte de migrar es fácil? Migrar no es transportarse de un lugar a otro y nada más

Migrar te cambia. Mueve cosas dentro de uno. Cosas profundas, estructurales, de esas con las que se nace y se construye, si se tiene la suerte de avivarse de ello. O la valentía. Porque uno se hace preguntas. De las incómodas, también.

Lacan decía que somos hablados antes de nacer, y si, no solo nacemos en el lenguaje, sino que antes hubo al menos un par de otros que hablaron de nosotros antes que fuéramos siquiera cigoto. Y en el mejor de los casos no solo nuestros progenitores. Sino toda una compleja red de vínculos hablando, volcando expectativas, fantaseando, e imaginando nuestra existencia. Si esto es un hecho y nos condiciona, imaginen qué pasa cuando devenimos sujetos hablantes. Hablados y hablantes (en el mejor de los casos). No habladores — estos son los que no hacen — . Pero los hablantes, hacemos. El acto de habla es performativo, dijo un tal Walter Ong y lo siguieron vari_s otr_s, Judith Butler, entre ell_s. Y migrar, creo, es una manera categórica, irrefutable, incluso material, de dejar constancia de algo. Geográfico, histórico, cultural, psicosocial, y vaya uno a saber en qué otras dimensiones. Todas las que cuenten la propia historia, en síntesis.

Eso me pasa. Hacerse cargo de dejar constancia de algo es todo un ejercicio de análisis. Incluso se siente en el cuerpo, más acá de la mente.

Baruch de Spinoza (1632–1677)

“Hay que ser lúcido para ser fuerte, fuerte para ser útil, y útil para ser feliz.”

Algo de ese savoir faire se “activa” en situaciones traumáticas como una migración (el nacimiento, una mudanza, y el duelo son situaciones traumáticas que ocurren a lo largo de la vida). Y de nuevo, en el mejor de los casos. Ese “mejor de los casos” implica un registro de lo estructural y lo simbólico como recurso psíquico para poner a laburar eso que escuchamos nombrar como la resiliencia. Esa capacidad de resignificar la adversidad en una oportunidad, poder elaborar lo que se presenta como una realidad y no “quedarla” en en el intento. No es otra cosa que la capacidad de adaptarse al cambio y así tolerar mejor el estrés. No hay tips ni recetas para esto. Se nace con, nos crían con y desde — el afecto — o esa carencia será el padecimiento, de no poder adaptarse, la incapacidad de resiliencia. Los neurocientíficos dirán que se debe a la química del cerebro y cómo esta incide en mantener el equilibrio emocional ante la adversidad.

En suma, también se juega el grado de autoconocimiento en el contacto con la otredad (por no hablar de consciencia del yo) que se desarrolla en una experiencia transicional como la migratoria. Un ejemplo a nivel comunitario es la comunidad judía en la diáspora. De hecho, el filósofo Hermann Graf Keyserling ya hablaba de esto en su libro El diario de viaje de un filósofo donde arribó a la conclusión de que “El camino más corto hacia uno mismo está alrededor del mundo” (algo así).

La cuestión es, el ejercicio de resiliencia es más jodido que volver a entrenar después de más de un año de sedentarismo con el culo pesado. Cuesta (y duele). Pone a prueba el deseo, FUERTE. Y hay que hacerse cargo. Sin dramatizar tampoco, al cabo que nadie es Sísifo

Qué sé yo, al fin y al cabo, cada uno hace lo que puede con lo que hicieron de uno.

No tengo certezas y tampoco sé si este texto termina acá. Como la vida, es un work in progress (WIP) y apostando a la mejora continua, pienso iterarlo.

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Samanta Fink

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